4 de mayo de 2009

CUENTO XVIII

Poco a poco se han ido, los tres tristes tigres de tus amigos, los dichosos, los inseparables, los solitarios, los que siempre están sentados en una banca; aquellos que cada semana te estafan una comida porque sólo tú tienes dinero para darte el lujo de comer bien. Ahora que no hay quien se apropie de tu sueldo, los extrañas.

Ella se cansó de esperar y decidió acercarse. Mala idea porque terminó odiando a uno de ellos. No sé que fue, pero a punto estuvo de casarse y se arrepintió. Mal por los dos. Lo siento por ella que tan buena era. Ahora ni siquiera saluda al pasar.

Yo decidí ponerme a escribir sobre sus vidas, y me parecieron patéticas. Quemé todo –unas páginas-, y decidí no volver a intentarlo. No tienen remedio. Los cegó la soledad y se desmoronaron como las hojas que veían a diario: aunque lento, irremediablemente se fueron al fondo. Creo que con solo pensarlo me da dolor de cabeza.

Nos cité para recordar los viejos tiempos, cuando todavía los veíamos ahí sentados echando la hueva. Nadie siguió sus pasos, pero todos lo desearon. Se convirtieron en toda una leyenda del colegio: los que jamás se movían de la banca. Nadie más huevones que ellos, no sé cómo pasaron sus clases, cómo simpaticé con ellos… ni siquiera sé por qué sigo hablando si ya dos de ellos se durmieron utilizando mis hombros como almohadas, el otro nada más mira mujeres con minifalda en lugar de ponerme atención. Y tú, no vuelvas a ofrecerte para pagar la cuenta, porque estos se lo toman muy, muy en serio.