Miré
el templo enorme, bellísimo.
Miré
la piedra labrada y el techo abovedado.
Recordé
la fe de mis padres
y
me pareció verdadera.
Evoqué
la fe del abuelo y me llené de orgullo.
Comparé
la fe de mi ancestro y me resulto infantil.
¿Qué
sentido tenía orar al trueno y la lluvia?
¿Por
qué pedir el retorno de la primavera
al
reunirse en la noche y celebrar junto a un árbol?
¿Para
qué creer en un hombre tuerto
que
colgó de cabeza tres días
y
volvió lleno de sabiduría?
¿Cómo
creer que un día la sol
y
el luna serán devorados?
Y
cuánta imaginación se requiere
para
ver una serpiente rodeando el mundo bajo el mar.
Mayor
inocencia no puede haber:
creer
que los suelos se sostienen en un árbol
y
que sus raíces se extienden al cielo y el infierno.
Nada
más falso e increíble
que
tener tantos dioses y creer en ninguno.
Miré
el ventanal colorido
y
el lienzo adornado.
Recordé
la fe de mi pueblo
y
me puse a orar,
esperando
ser perdonado
por
los pecados cometidos,
para
que mi alma se eleve al cielo
y
pueda entrar en el paraíso.
Y
me encomendé a los santos
para
que velen mi camino,
invoqué
a la virgen para que interceda por mí,
y
le pedí a los ángeles lleven mi mensaje
hasta
nuestro señor todopoderoso
que
bajó a la tierra para ser crucificado
y
al tercer día subir al cielo resucitado.
Purificaré
mi cuerpo con agua bendita
para
no cometer ritos paganos.