El primer platillo que
recuerda es la Cochinita Pibil, porque la imagen del animal con la manzana en
la boca nunca pudo olvidarla. Desde entonces, cada año se paraba junto a la
gran mesa para ver el desfile de comidas y guisados que poco a poco cubrían el
espacio destinado a ello. Y cuando todo estaba listo imaginaba cuál sería el
más rico. Luego corría con sus papás emocionado porque ya sabía qué comería
aquel día. Pero ese año la cosa sería distinta, ese año, el comería todo.
Si bien el pueblo donde
vivía no figuraba en hechos históricos, desarrollo industrial ni ningún
atractivo natural, con el paso de los años se había ganado la fama por su
fiesta anual, y más que por su fiesta por la comida que había en ella, pues al
caer la tarde daba inicio el banquete preparado exclusivamente para los
lugareños que, con el paso de los años, le nombraron La Gran Comilona.
Esa costumbre tenía su
origen desde la fundación de la comunidad, o al menos eso decían sus
habitantes. Mencionaban que, luego de mucho trabajo y pesar por la falta de
comida, los primeros habitantes, desesperados, decidieron reunir todas las
provisiones que les quedaban y darse ese último lujo antes de dejarse morir. Lo
curioso del asunto fue que después de ese día un convoy de soldados pasó por
allí, enviados para supervisar los progresos en aquella parte del país. Y, tras
conocer la situación, les dieron la comida que llevaban y regresaron presurosos
a informar a sus superiores que el lugar había sido colonizado con éxito. Y
claro, con las lluvias y las municiones que también obtuvieron del convoy, los
colonos lograron proveerse del alimento necesario para subsistir ese año, y el
siguiente, y así hasta que algún alcalde decidió repetir el banquete recordando
aquel “casi funesto día” convirtiéndose en desde entonces en la fiesta del lugar.
Y cada año se realizaba el
mismo festín, como cada año aquel chico esperaba los platillos para decidir con
cual comenzar. Y pensaba que algún día sería capaz de comer de todos ellos. Y
comenzó a entrenarse. Imaginaba la cara de asombro de sus amigos, la admiración
de las chicas, el orgullo de sus padres, la envidia de sus enemigos. Pero lo
que en el fondo deseaba, era conquistar a Lupita, la chica más bonita del
pueblo.
La boda sería espectacular,
el mismo día de La Gran Comilona (así todo el pueblo estaría invitado).
Construirían su casa a la orilla del río para que pudiera ir a pescar con sus
hijos. Cuando la gente pasara lo saludarían amablemente recordándole aquel gran
día en que fue el único capaz de probar todos los platillos de la mesa. Es más,
hasta pensarían en erigirle una estatua en el centro del poblado con una placa
que dijera “EL CAMPEÓN DE LA MESA”. Hijos, nietos y bisnietos llevarían a sus
vástagos a admirarlo durante generaciones. Es más, habría nuevas competencias
con su nombre. Todo gracias a él, más bien, gracias a su apetito, o mejor
dicho, a la capacidad de su estómago o, para ser precisos: a su perseverancia.
Tenía tres años cuando fue
por primera vez al banquete y quedara impactado por aquel cerdo preparado
ricamente. Y diecisiete años habían pasado desde entonces. Pero todo su
entrenamiento llegaba a su fin, en cinco días él sería capaz de lograr una
hazaña jamás pensada antes y pasaría a la historia. Sería el héroe local.
En cuatro días.
En tres días.
En dos días.
En un día.
Ese día.
Por fin llegó el momento. Le
había dicho a todo el mundo lo que haría esa tarde y había una excitación
general. Todos ansiaban con desesperación verlo devorar uno tras otro cada
alimento de la mesa, algunos para aplaudir, otros para ofender. Todos menos Lupita,
que en el fondo odia aquella celebración.
Se colocó la mesa, inició el
desfile, los asistentes se pusieron cómodos y esperaron el momento. Sólo su
lugar estaba vacío, algunos decían que llegaría dentro de poco, pues no quería
distracciones antes de comenzar. Se prepararon los comensales, la campana tocó
para que empezara la Gran Comilona. Como había bastante comida nadie dijo nada
y olvidaron la promesa. Sólo hasta que el último bocado fue dado alguien
preguntó por él: su asiento seguía sin ocupante. La sorpresa que se generó fue
tan grande que se dirigieron a su casa tan rápido como sus pesados cuerpos se
los permitieron.
Tocaron y nadie abrió.
Volvieron a tocar y no hubo respuesta. Cuando llegaron sus padres abrieron la
puerta, pero el lugar parecía vacío. Se disponían a ir cuando un ruido en la
parte trasera llamó su atención. Fueron a investigar.
Lo encontraron solo, sucio,
retorciéndose como una lombriz, enfermo.
Con la emoción se volvió tan
descuidado que no se preocupó por lo que ingería que terminó por contraer una
infección estomacal que estalló ese día y le impidió asistir a La Gran
Comilona. Al verlo en ese estado, la gente comenzó a burlarse de él por la
forma tan altanera con la que se había dirigido a sí mismo y a su proeza días
antes.
Después de aquel suceso, se
recuperó, pero jamás volvió a decir palabra alguna. Y poco a poco la gente lo
fue olvidando. Se convirtió en una leyenda, en cuento para espantar a los
niños: “Si te portas mal te sucederá como al hombre de la gran comilona”. Así,
aunque su sueño de casarse con Lupita jamás se realizó, sí logró inmortalizar
su imagen, no como hubiera querido, pero sí de tal modo que perduraría por
miles de años, pues, a pesar de que su nombre perdió, continuó vivo un leve
rumor de alguien que alguna vez pretendió comer todos los platillos de la mesa
de La Gran Comilona.